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—Escucha atentamente señor, te hablaré de lugares muy remotos, emergidos de tierras distantes mucho antes de la cólera del gran dios sobre los hombres; en llanuras desérticas ocupadas por el polvo matutino del silencio, y donde nuestra única y más iluminada estrella, se pierde en una espesa neblina opaca sin que puedan penetrar sus gloriosos rayos de luz.
Y así fue, que con palabras de sabiduría, el anciano Atdhirajad introdujo a su preciado nieto, el príncipe Zurla,a las antiguas leyendas de los hombres en los nueve continentes.
—Extraños y misteriosos son los enigmas de los dioses, sus revelaciones pueden ser tan reales y crueles como la llegada del frío invierno en las tierras lejanas de Zgork, no los puedes tocar…. pero si lo puedes sentir.
El anciano hizo una pausa mientras contemplaba fijamente el fuego que desprendía el interior de la chimenea, para luego proseguir.
—Eso le pasó al gran rey Utzdulla-Hinn, soberano y gran señor del vasto y antiguo continente de Iz-Xilcär, llamado también en otras tierras… El Rey de los Harapos.
En noches de tiempos remotos, cuando la tierra tuvo sus primeros hombres, existieron nueve vastos continentes, pero ninguno fue tan próspero como el del joven rey Utzdulla–Hinn, quien decía ser devoto del gran dios de todos hombres y seguidor de los misterios del cosmos. En las proximidades de los día del cuervo, en el ciclo anual de su nacimiento, el rey decidió dar un gran festín en todo lo alto del prospero continente de Iz-Xilcär, y en su orgullo real, se autoproclamo como el único y soberano representante del gran dios sobre la tierra. Aquella noche, después de disfrutar las exuberantes orgías ofrecidas en su honor; rendido en los cálidos pechos desnudos de su concubina, tuvo un sueño que fue el objeto de sus futuras perturbaciones nocturnas. En esas visiones siempre terminaba encontrándose arrodillado al lado de una gran divinidad, y empapado en sangre. Contrariado, aquel rey presintió su desdicha. Pues desde aquel momento poco a poco su cuerpo empezó a tomar una tonalidad de total negrura; emanando de su piel el aroma de la sangre y la muerte. Las concubinas de la corte, eunucos, coperos y quienes habitaban el palacio, disimulaban el miedo y la repulsión que sentían en su presencia, como si la más grande de las pestes se hubiera posado sobre él.
Y fue así, que en su misteriosa y oscura transformación, al tercer día, el rey mando llamar a lo largo y ancho de todo el vasto continente de Iz-Xilcär, a sacerdotes y hechiceros para obtener una cura y descifrar este gran enigma. Angustiado, sin obtener ningún resultado, el rey sumergía sus días en los brazos del olvido que sólo le está dado otorgar a exquisitos vinos. Un día, en las puertas del palacio, un ermitaño y respetado santo se anuncio ante el rey para darle un presente, y así habló: «De las montañas de Muam Quiram, más allá de los ríos que se extienden como la raíces del árbol frondoso de primavera, y alimentan ciudades amuralladas que visten el mármol, el alabastro y otros minerales preciosos, en la tranquilidad que sólo tiene un humilde anciano en sus días finales, yo Irrajim Nuad, humilde ermitaño que se alimenta sólo de la meditación, el silencio y la penitencia, he venido para ofrecerte de mis labios estas palabras».Y prosiguió: «El hechizo que te atormenta se encuentra más allá de los muros de tu reino, donde el hombre no existe y los sueños se confunden con la realidad. Encontrarás lo que buscas en las arenas que purificaran tu alma. El camino es sólo para ti, pues, así me ha sido revelado tu destino». Terminada esta sentencia el sabio se retiró a su soledad y no volvió jamás a ser visto por ojos humanos.