Día: 22 de abril de 2010

TETRAMENTIS / El Último Hedor

Morgan Vicconius Zariah

Encerrado en esta habitación donde ahora me encuentro, hace ya muchos días que había sentido una terrible sensación de desasosiego y un mareo incontenible. Unas imágenes y horribles voces llegaban transportadas por el viento del sureste. En esta cámara donde se suicidó mi amigo del cual me reservo el nombre. El me había contado sobre las sombras que en medio de las tristes noches del otoño asediaban sus tranquilos pensamientos. A cinco leguas hacia el sureste había un cementerio, del cual se empezaban a exhumar las tumbas, y a derrumbar todas las lapidas de aquellos seres que yacían inertes en el descanso eterno. Mi amigo me había comentado que aquel camposanto era el responsable de todas sus inquietudes y de su inestabilidad nerviosa. Me contaba de voces que susurraban en sus adentros y sueños que sobrecogían la tranquildad de sus noches; donde despertaba en terribles pesadillas dentro de un ataúd lleno de polvorientos huesos que lo aprisionaban casi hasta la asfixia.

Los altos gritos que le provocaban estas visiones, hacia que en esas noches fuera visitado por algunos de los vecinos, tratando de calmar su histeria. Grandes ojeras empezaron a adornar sus ojos, y una gris melancolía empezó a poseerlo. En el día, se volvía taciturno, ensimismado y dueño de un caminar lento. A veces, parecía hablar solo o murmurar algo entre dientes; cosa que supe era una triste oración elevada a Dios, fruto de la desesperación que lo corroía. Así pasaron sus días, los cuales empeoraban. Ninguna luz le brindaba consuelo y con el pasar del tiempo se dedicó a encerrarse más dentro de su habitación. Las voces que hablaban en su interior, exteriorizaron su existencia y las sombras pronto empezaron a palpar las fronteras que llegaban a la carne. Sus tormentos según me decía tomaron materia y me enseñó en su cuerpo unas horribles marcas y heridas que decía se las habían provocado los entes que viven en el cementerio debajo de aquel cerro que se ve por el sureste. Pronto, en una asamblea familiar, se le empezó a poner atención al estado de mi amigo. Los medicamentos lo hacían dormir, pero sus sueños seguían siendo los mismos y su angustia aún mayor. El pensamiento de suicidio era la única fija solución que se había planteado en su laberinto existencial.

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